Esto no es una ficción, tampoco un hecho
real. Se trata de un sueño, muy sencillo, pero que me hizo experimentar en
primera persona lo fantástico. Pido perdón, de antemano, por no poder transmitir
con estas toscas palabras lo que para mí fue una maravilla del inconsciente.
Me encuentro conversando con Julieta, mi novia en la vida real desde hace diez años, con quien convivo desde hace cinco y con quien estoy a punto de casarme. Tanta información tiene una justificación. Ella me muestra unas fotos en las que beso y abrazo a otra mujer, dentro de un auto. Lo extraño es que no me reprocha nada: no recuerdo ahora qué me dice, pero no está furiosa, no grita, no trata de matarme. Más extraño aún es que yo ignoro esa situación y a esa mujer. Insisto: no trato de ocultar, tergiversar o mentir. Realmente desconozco a esa persona.
La siguiente imagen que recuerdo es la
de Julieta y yo caminando a una fiesta. Ella me cuenta que allí nos
encontraremos con la mujer en cuestión, con quien ha hablado bastante —incluso
de detalles personales míos que no pienso divulgar aquí pero que evidentemente
a la otra satisfacen—, e incluso me informa de su intención de dar un paso al
costado, abandonar nuestra relación, para que yo pueda dedicarme plenamente a
mi relación con la otra. Yo insisto con que no la conozco, que no sé de qué me
habla. Pero Julieta se ríe y me dice que nada tengo que ocultar, que todo está
bien.
Llegamos a esa especie de galpón donde
se realiza la fiesta, aunque más bien parece una reunión. Saludo a los
presentes (entre los que únicamente reconozco a Marcela Chiquilito, mi profesora
de Historia en varios años del secundario, vaya uno a saber por qué, y a Pablo
Castro, compañero literario del incipiente grupo La bruma y psicoanalista) y
entiendo que la mujer no se encuentra entre ellos.
Pero pronto la veo bajar las escaleras.
No deja de mirarme mientras se acerca más y más. Ni bien la veo frente a mí siento
una punzada en la boca del estómago. La saludo con un beso frío y me alejo,
colocándome junto a Julieta. La otra me observa, desde la distancia. Aunque
poco a poco se aproxima, bordeando el círculo de personas del que formo parte y
que conversan sobre no sé qué cosa.
Cuando otra vez la tengo cerca, Julieta
me pide que vaya con ella. Yo vuelvo a decirle que no la conozco, evidentemente
en voz alta porque todos en el lugar dejan de charlar o comer y me observan,
como juzgándome. Dirijo mi mirada a la mujer y descubro —recién ahora— que su
cabello es rubio, enrulado, y sus ojos, celestes. No es atractiva, pero me
gusta y eso me desespera. Ella comienza a llorar y a insultarme. Yo trato de
explicarle que de verdad no sé qué es lo que sucede, que no la conozco y le
pido disculpas, varias veces.
Entonces me acuerdo de Pablo Castro, me
paro en un cajón de madera —como si fuese a recitar un poema o a decir un
discurso—, lo busco entre la gente y le pregunto, casi gritando, si es posible
que alguien olvide a una persona puntual y los hechos vividos con ella, y sin
embargo recordar todo los demás, el resto de una vida. Pablo se pone de pie,
está a punto de responder y entonces Orson, mi gato, como cada mañana a las
cinco, me despierta para que le abra la ventana del balcón. Mentalmente lo
puteo.
Mientras camino hasta el living para
cumplir con la rutina de mi mascota, la perturbación me acompaña. No sólo tengo
bronca porque no pude escuchar la explicación del psicoanalista, sino una
desazón grande, como si me hubieran arrebatado de las manos algo maravilloso. Y
sigo preguntándome quién sería esa mujer.
Vuelvo acostarme con la esperanza inútil
de reanudar el sueño donde lo dejé: yo parado en el cajón y Pablo a punto de
hablar. Pero no. Sueño en cambio que les cuento esta historia a unos amigos
escritores, quienes me recomiendan que la escriba. No tengo otro remedio.
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