martes, 25 de noviembre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 5: La novia y el amigo


Tuve que salir corriendo,
comprendiendo que
él es tu chico y yo soy
el que viene detrás de él.
El otro, Expulsados

Detrás del vidrio los autos pasan, frenan, tocan bocina, aceleran. A esta hora Rivadavia e Independencia se parece bastante a cualquier esquina de cualquier gran ciudad. Pero Mar del Plata no es una gran ciudad, piensa Lucía, ni nunca lo será.

Pidió un cortado, que ahora se está enfriando; no tiene hambre ni sed. Posa sus ojos en el televisor del bar, sintonizado en el canal local, donde repiten una entrevista realizada a Edil Berto días atrás. La han estado repitiendo casi constantemente, pero las coincidencias no existen; todo es por algo. Fue aquella noche, mientras miraba la tele, que planeó este encuentro. Desde entonces, ve todo con claridad, aunque no puede evitar sentirse nerviosa.

La puerta del bar se abre y ve entrar a Matías, que recorre con la mirada cada mesa. Lucía levanta la mano y entonces él la visualiza y sonríe, mientras avanza.

—Hola, hermosa —dice Matías y se inclina hacia ella. Lucía apenas gira la cara para que la mejilla reciba el beso, y no sus labios—. ¿Todo bien? —pregunta, descolocado.

—Hola, Matías —se limita a responder—. Sentate, por favor.

Él obedece. La camarera se acerca, le pregunta qué va a tomar.

—Un whisky. Dos medidas del mejor —contesta, cortante.

Lucía piensa que Matías cada vez se parece más a su padre y un escalofrío le recorre la espalda.

—¿Tenés frío? —pregunta él.

—No, para nada.

—Estás misteriosa, chiquita. ¿Me podés decir qué te pasa?

Otra vez, la mirada perdida en los autos que pasan, aceleran, frenan. Ella tiene que parar, de una vez, con todo esto. E irse, muy lejos. A otra ciudad, a una ciudad de verdad. Matías repite la pregunta. Lucía toma un sorbo del café frío, solo para aclararse la garganta.

—Lo nuestro se terminó. Eso es lo que me pasa.

—¿¡Qué decís!? —grita el otro.

Se hace un silencio breve e incómodo en todo el lugar. Justo llega la camarera con el whisky. Mientras verte la bebida, Lucía siente la mirada del joven intentando perforarla. La camarera se va.

—¿Te volviste loca?

—No. ¿Por qué tengo que estar con vos? Sabés que no te amo. Y Santiago…

—Vos y yo sabemos lo que pasó con Santiago. Si aparece, te juro que…

—¿Qué? —ahora es ella la que silencia el bar.

—Bajá la voz, pelotuda —dice entre dientes, y luego toma un trago largo.

—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a despedir a Santiago, como me amenazaste, para que lo deje y me acueste con vos? ¿Lo vas a matar? Eso también lo dijiste. ¿O me vas a matar a mí?

Matías golpea la mesa con el vaso, vacío.

—Yo nunca te tocaría un pelo, Lucía.

—¿Y entonces?

Lo tiene, sabe que lo tiene. Él, sin embargo, realiza su jugada, la única que le queda.

—Vos sabés que Santiago no se murió, ni tampoco desapareció. Aquella noche, eso que vimos, eso que salió corriendo después de vernos ahí, cogiendo —arrastra, a propósito, la g; un gusto amargo sube hasta la boca de Lucía—, eso era él… (1)

—Eso esa una tremenda pelotudez.

—No es eso lo que crees. Te conozco —sonríe. Después, inclina su cuerpo hacia delante, y susurra—: Pero pensá lo que quieras, chiquita. Yo no voy a parar hasta encontrarlo. Y cuando lo haga, voy a dejar su cuerpo sin vida en la puerta de tu casa, para que puedan estar juntos otra vez.

Ella se pone pie. De su cartera saca un billete de veinte pesos y lo deja debajo de la taza, aún llena.
Antes de marcharse lanza la frase que durante meses ha tenido atragantada:

—Borracho y loco: sos igual a tu papá, galleguito.

Matías la agarra del brazo y la mira con odio, por un segundo. La camarera se acerca y pregunta, con los ojos bien abiertos y la voz entrecortada, si está todo bien. Él toma el billete que dejó Lucía y se lo pone en la mano, recién entonces la suelta.

—Todo perfecto —explica, con una sonrisa—, pasa que mi amiga no quiere que le invité el café.

Lucía hace un bollo el papel y lo arroja, con bronca, al piso. No dice nada. Se da media vuelta y con pasos largos y decididos abandona el bar. Matías recoge el billete, lo coloca sobre la mesa y lo alisa con las manos.

—Otro whisky, igual —le pide a la camarera, que se ha quedado observándolo.

***

Ya casi oscurece por completo. En la costa hace frío, a pesar de que no falta mucho para el verano. Lucía camina, con los zapatos en la mano; sólo un perro, a lo lejos, le hace compañía. Preferiría no creer en las palabras de Matías, pero ella también sospecha que el Gusano es Santiago. No sabe por qué, pero las coincidencias no existen. Santiago desapareció esa noche, la misma noche que el monstruo irrumpió en su departamento, la misma noche que rompió el corazón de su novio para protegerlo, nada más ni nada menos que de su amigo. ¿Podrá todavía hacerle daño?

Algo interrumpe su reflexión. En el extremo de la playa se levanta una figura oscura. Parece un hombre, muy grande. Sin embargo, hay algo extraño en la cabeza de esa figura, dos varas, como cuernos, surgen de ella, o quizás sea solo una ilusión óptica… Está de noche, prácticamente, y las luminarias de la costa no ayudan demasiado. Lucía da uno, dos, varios pasos en esa dirección. Se pregunta si no será…

—¿Santiago? —dice, apenas, en un suspiro.

Pero eso basta: la figura da dos saltos enormes y desaparece en el mar. Ahora Lucía corre hasta el borde, deja que el agua le bese los pies descalzos.

—¡Santiago! —grita, segura.

Permanece varios minutos, mirando lo poco que puede ver, esperando. Como única respuesta, el rugido del mar. Al fin, cuando se da vuelta para marcharse, descubre lo que antes, en su desesperación, había pasado por alto. Bien grande, escrito en la arena, lee:

LUCÍA

Las pisadas de unos pies enormes parten de la inscripción y desaparecen en el agua.

Lucía cae de rodillas en la arena, y se echa a llorar. Alguien, a varios metros de allí, en lo profundo del océano, la escucha y la acompaña en su llanto.

martes, 4 de noviembre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 4: El empresario y el intendente

 
El Gallego tiene un vaso de whisky importado en su mano. Ya no recuerda la última vez que desayunó un café con leche o un simple té. Mira a través del inmenso ventanal del piso más alto de la ciudad. Contempla el mar, mientras amanece. Piensa en el color tornasolado que ha adquirido el agua en el último tiempo, y en los manchones verdes fosforescentes que a veces pueden vislumbrarse. No está seguro cuánto tiempo más logrará que nadie hable de eso, pero ahora tiene problemas más urgentes que atender.

Suena su intercomunicador.

—¿Sí?

 —Señor, el intendente Culti ya está aquí.
 
 —Que pase.

 Bebe de un sorbo lo que queda de whisky y camina hasta la barra. Está terminando de llenar un segundo vaso cuando la puerta se abre. Ve a entrar a Culti, sacudiendo un ejemplar de Cirrosis Hepática y avanzando a trancos largos.

—¡No tengo un puto día de paz en esta ciudad de mierda! —dice el intendente.

—¿Quieres beber algo? —invita el Gallego.

—Sabés que no tomo tan temprano —Le alcanza el diario—. ¿Podés creerlo?

El empresario lee los titulares. “El Gusano salva a los tripulantes de un pesquero”, dice uno; “Disminuye el apoyo a la policía local de drones”, dice otro.

—¿Te das cuenta? —sigue Culti, mientras camina por la oficina—. Ese bicho del orto ahora es una especie de superhéroe que salva gente. ¡Casi no se registran delitos en las playas desde que apareció! Así, ¿cómo alguien va a querer que tus putos drones patrullen la ciudad? ¿Eh?
 
—Sabes que siempre estoy un paso adelante —contesta el Gallego, sonriendo. Luego toma un trago.
 
Culti se sienta en un sillón. Luce extremadamente ojeroso.
 
—¿Qué? —interroga.
 
—Tú sabes de toda la basura que tiran mis fábricas al mar.
 
—Ni que lo digas.
 
—Pero mis laboratorios también tienen sus desechos. Quizá no estés tan al tanto de eso.
 
—¿Qué tipos de desechos?
 
El gallego se sienta en el sillón, también, y se cruza de piernas.
 
—Químicos —responde—, muy peligrosos.
 
—Eso no tiene nada de raro.
 
—Verdad. Pero, y he aquí el quid de la cuestión, es que me temo que ese Gusano…¿Así lo llaman ahora estos gilipollas? —se interrumpe, señalando al diario.
 
—Eso parece.
 
—En fin, me temo que ese Gusano pueda ser producto de esos desechos.
 
—¿Una mutación?
 
El Gallego presiona levemente con su índice la frente del intendente, que no se sorprende por el gesto.
 
—¡Muy bien!
 
—¿Y cómo carajo?
 
—De eso, ni idea, ya lo averiguaremos. Sin embargo, mientras tanto, pienso que podemos usar esta herramienta a nuestro favor. Un poco de caos para que los marplatenses clamen por el orden…
 
—Los drones...
 
El Gallego sonríe.
 
—Hoy estás iluminado, chaval.
 
—Gracias —Culti se sonroja un poco—. ¿Pero cómo vamos a hacerlo? Eso no lo entiendo.
 
—Tranquilo, yo me encargaré de los detalles —dice, y luego termina el segundo vaso de whisky—. Lo que sí, saca a tu familia y amigos de la ciudad, si quieres, por unos días. Es probable que las cosas se pongan bastante, bastante feas.
 
Luego de decir esto se pone de pie; es momento de un tercer vaso.
 

sábado, 1 de noviembre de 2014

EL GUSANO. Capítulo 3: El monstruo, la policía municipal, los turistas


Hoy me siento un poco mal,
sigue la programación:
la calle está más peligrosa que antes.
Vas a elaborar tus propias ideas
pero con las opiniones ajenas,
esta dulce relación puede narcotizarte.
 
Relaciones peligrosas, Cadena Perpetua.

En la pantalla del televisor se ve a la conductora de un noticiero local. La imagen en alta definición exhibe la mala calidad del decorado, como también el exceso de maquillaje de la mujer y del invitado, Edil Berto, concejal oficialista de la Municipalidad de General Pueyrredón. Ella pregunta y él contesta. Hablan del Monstruo de la Costa. Por la forma en que se refieren a él se comprende que dan por sentado su existencia. Atrás han quedado las especulaciones sobre alucinaciones, individuales o colectivas.

—¿Son ciertas las versiones que sostienen que el monstruo podría tratarse de una mutación producto de la contaminación costera?
 
Edil, siempre sonriente, responde:

—Para nada, señorita. Nunca han estado más limpias las playas de Mar del Plata.

—Sin embargo, algunos científicos hablan de una superpoblación de gusanos marinos, llamados —y acá lee, como puede— bo… bo… boccardia, que serían producto de dicha contaminación.
 
El concejal se ríe, con aparente naturalidad, como si lo sorprendiera lo que acaba de escuchar. En un estudiado intercambio de roles, es él quien pregunta:

—¿Usted cree que el monstruo es una especie de gusano gigante, señorita?

Ahora la mujer ríe. La carcajada satura el micrófono.

—No, por supuesto que no. Eso sería descabellado.

—Un disparate.

—La población no sabe cómo reaccionar. Algunos creen que el monstruo es un peligro; otros, en cambio, lo ven cómo un héroe. En definitiva, casi no hay información. ¿Qué acciones se están llevando a cabo desde el gobierno municipal? ¿Qué piensa de todo esto el intendente?

Edil se acomoda en su asiento y borra la sonrisa de su cara, se nota que va a decir algo serio.

—El intendente Culti —comienza— ha dado prioridad al Monstruo de la Costa. Está muy interesado en poder entablar alguna especie de diálogo con la criatura, si tal cosa es posible. Evitamos dar muchos detalles para no arruinar la operación, pero desde diferentes áreas de la municipalidad, y con la ayuda del gobierno provincial, estamos desarrollando estrategias que nos permitirán localizarlo. Pronto los marplatenses conocerán qué es este monstruo y lo que busca en nuestras playas.

Termina con una sonrisa. La periodista lo imita.

—Otro tema que preocupa a la población, es la inseguridad, señor Berto.

—Es verdad. Y estamos trabajando en eso.
 
—Los sondeos de algunas consultoras ligadas a la oposición, indican que la ciudadanía no estaría de acuerdo con el aumento impositivo para financiar la creación de la Policía Drónica Municipal. ¿La PDM es la única respuesta que puede dar el gobierno de Culti a la inseguridad?
 
—No es la única respuesta, señorita, pero sí la mejor. Los drones policías han mostrado ser muy eficientes combatiendo el delito en distintas ciudades del mundo.
 
—Han reducido a casi cero la tasa de homicidios en México DF —otorga la periodista.
 
—Y ese es sólo el caso más resonante —sentencia Edil—. Mar del Plata podría convertirse en la primera ciudad argentina en contar con esta tecnología de punta.
 
La mujer revisa sus papeles mientras el concejal pronuncia la última frase. Frunce el ceño, parece que va a preguntar algo realmente importante.
 
—Cambiando de tema, señor Berto. ¿Es cierto que el verano próximo se espera que arriben a la ciudad tres millones cuatrocientos setenta y ocho mil novecientos dos turistas?
 
—Tres, señorita —corrige Edil—, tres millones cuatrocientos setenta y ocho mil novecientos tres.